He perdido la cuenta de las veces que escribí y borré párrafos tratando de arrancarme los sentimientos de las entrañas. Últimamente descubrí que la oscuridad es más sombría y triste que el mismo gris, y que existen blancos más claros que el de la propia luz cuando te ciega la vista.
Supongo que estoy creciendo, y ahora, en estos momentos –más que nunca– me dedico a conocer, reconocer y aceptar a la soledad que tengo.
¿Soledad…? No estoy solo, pero así se siente cuando las personas que van apareciendo en tu vida están en constante movimiento.
Desde pequeño usé la frase “las personas son pasajeras”, sin saber de qué hablaba realmente. Y hoy veo que sí, sí lo son, y extraño a cada una de ellas, o bueno, lo que eran cuando estaban cerca.
Las personas son pasajeras, y jamás vuelven a ser quienes eran cuando estaban aquí, o allí, a mi lado.
Siempre creí y dije que aunque fuésemos personas de paso en la vida de muchos, dejamos pequeñas partes de nosotros: recuerdos, objetos, etc. Así como dejar un pedacito de quienes somos, o, mejor dicho, quienes fuimos esa vez.
A lo largo de nuestra vida armamos un mosaico con todos esos pedacitos que dejan muchas de esas personas que ya no están. Y así nos volvemos pequeñas ramificaciones de todos aquellos que nos marcaron, incluso con un simple saludo.
Sé que jamás volveré a ser quien fui antes, ni lo serán los demás como cuando los conocí, ni yo tampoco quien conocían. Aunque los vuelva a ver y me pregunten cómo estoy hoy, me quedo con el pedacito que me dejaron para mi mosaico.
Y pese a que a diario extraño todo eso, acepto que ya no están más acá.